Solo el cuerpo puede salvarnos
Vol. 61 Lo que la mente acepta con desidia, el intestino lo rechaza. Y quizás este sea el mayor drama, pero también la única solución a todo este caos.
La sostenibilidad no depende de nosotras. No acepto ese plural mayestático que insiste en que frenar la destrucción del planeta está en nuestras manos, porque es el mismo que nos dice que el hombre ha sido el causante de esa destrucción. Yo no soy un hombre, ni soy ese hombre mayestático; ni nosotras ni nuestras antepasadas debemos cargar con esa culpa. Ninguna mujer ha empezado guerras y muy pocas dirigen los enormes conglomerados que generan toneladas de residuos al año. Entonces, ¿por qué mi amiga Laura vuelve a casa al darse cuenta de que se ha dejado el tupper de cristal en la despensa; el que después de una jornada infernal llevará al supermercado para comprarse un poco de queso sin recurrir al plástico y al porexpán?
Conozco todas las implicaciones que hay detrás de un discurso en el que se aboga por un comercio sostenible, tanto en la moda como en las demás industrias de consumo. Entiendo el engaño a la hora de culpabilizar a la compradora que va a Primark, como si alguien fuese moralmente inferior por comprarse diez vestidos a la que decide invertir en un jersey de cashmere. La demonización de la clase trabajadora la inventó Margaret Thatcher, no nosotras. Por eso me enfurece que la sostenibilidad nos genere quebraderos de cabeza que no llevan a nada: porque ninguna de nuestras decisiones vitales puede revertir el impacto de una industria mastodóntica que produce cantidades de ropa y de comida ingentes que después tira a la basura sin inmutarse.
Miro hacia atrás y recuerdo los cientos de horas que dediqué a cuestionarme cada gasto diario. Si iba demasiado de bares y restaurantes, o si me compraba unos zapatos nuevos cuando no los necesitaba había culpa; ya no digamos si suspiraba por un bolso de lujo, o si se me ocurría tirar una judía que había quedado en la nevera abandonada tras varios días. Había culpa en una ciudad cuya rutina consiste en trabajar durante toda la semana para después desquitarse como buenamente se pueda. Pero el paso del tiempo pone las cosas en su sitio: miro hacia atrás y veo como aquellas preocupaciones, que parecían cruciales, ya no lo son tanto.
He conseguido no martirizarme como antes cuando veo que se tira comida o se recicla mal (conozco la industria del reciclaje y sé que la mayoría de los residuos se queman), tampoco me torturo por no ser tan animalista como me gustaría. Tantos años de culpa y de terapia han hecho que acepte de manera fatalista que este es el mundo que nos han dejado, pero lo que mi cuerpo acepta cada vez menos son las dinámicas; asumidas, aceptadas, y que en la ciudad se subliman y se convierten en algo insoportable.
El último momento de desagrado extremo, más allá de los veranos en Madrid, o las épocas de marabuntas de gente caminando por el centro, tuvo lugar hace unas semanas en el Primavera Sound. Nunca me han gustado demasiado los festivales de música (si soy totalmente honesta, ni siquiera me atraen demasiado los grupos de personas), pero teníamos las entradas compradas desde hacía años y había que ir. Nada más llegar, sentí que algo no cuadraba. Había demasiada gente en aquel recinto. ¿Qué hacíamos allí? ¿Qué sentido tenía todo aquello? Todo resultaba demasiado mundano, o todo lo contrario. Pensé en la cantidad de residuos que generaría el festival, me enfadé cuando nos dieron unas gafas de sol de plástico después de pedir dos Aperoles.
Esa sensación volvió hace unos días, cuando recurrí a las tiendas low cost situadas en la Gran Vía para comprarme unas sandalias que no encontré pero que necesitaba para un cóctel de trabajo. Más allá de mi resignación por haber intentado una vez más que aquellos zapatos despertasen en mí alguna emoción, como quien vuelve una y otra vez con ese chico que nunca será como tú quieres que sea, ver aquella cantidad de ropa que entraba y salía de los probadores, y que después se amontonaba junto a una dependienta hastiada, durante un domingo de junio con 40 grados de máxima, hizo que algo se derrumbase dentro de mí.
Más allá de haberme reconciliado con la culpa por habitar un mundo que estamos maltratando a diario (no solo al mundo, también a su gente), ahora es mi cuerpo el que se rebela. Lo que la mente acepta con desidia, el intestino lo rechaza. Y quizás este sea el mayor drama, pero también la única solución a todo este lío en el que estamos inmersas. Llegará un momento en el que el cuerpo dejará de adaptarse a condiciones de vida absurdas que solo benefician a unos cuantos; no por decisión propia o política sino por un instinto animal, que en este caso evolucionará hacia el bienestar, no hacia la constante incomodidad y el hastío. Habrá un momento en el que el cuerpo rechace las pastillas que nos tragamos cada mañana para coger un día más el metro atestado (España es el primer país del mundo en consumo mundial de benzodiacepinas) y el malestar desaparecerá tan rápido como lo hace cada vez que nos alejamos del ruido. Porque la buena noticia es que nada de esto es irreversible. Por eso el cuerpo es nuestra última esperanza.
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