Ser la perfecta anfitriona es también ser la mejor amiga
Vol. 29 Para ejercer como una buena anfitriona no hace falta estar forrada, solo hay que querer agradar, colmar y agasajar
En “Bliss” (1918), Katherine Mansfield nos presenta a Berta Young, una mujer de 30 años que llega a su casa dispuesta a ejercer como anfitriona. Allí, la esperan bellas frutas, que después dispondrá casi de manera pictórica, y los cojines colocados, que después revolverá para ponerlos a su gusto. Y este último gesto, ¡cuántas cosas nos cuenta sobre ella! Porque Berta tiene servicio, pero su criterio es el único que le importa; un rasgo de su personalidad que siento como propio aunque yo no tenga ni quiera asistentes ni nada que se le parezca.
Pero volvamos al relato: antes de recibir a sus invitados (todos interesantísimos, creativos y modernos; muy parecidos a los que podríamos encontrar hoy en día en cualquier reunión de la burguesía), Berta se pone un vestido blanco, un collar de jade y unos zapatos verdes. Y cuando llegan, no puede más que estar exultante, por la belleza y la inteligencia de sus amigos, que disfrutan de las viandas, cuidadosamente seleccionadas; de la casa y de su peral, y de la excelente compañía.
Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y la alegraba tanto su presencia que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como los personajes de una comedia de Antón Chéjov.
Peter’s Friends (1992).
Mientras leía “Bliss”, no podía dejar de pensar en lo poco modernas que somos o en cuánto lo eran ellas. Hace un siglo, hacíamos, sentíamos y pensábamos lo mismo que ahora.
—No hago más que preguntarme —dijo— por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que en el fondo me habría gustado. Solo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
Pero me estoy desviando: lo que realmente me fascinó del relato es la felicidad (ya presente en el título) que siente Berta durante las pocas horas que transcurren. Su plenitud tiene que ver con su vida, repleta de lujos y comodidades, pero sus amigos también la colman. Y es aquí en donde me volví a sentir reflejada.
A partir de los 18 años, empecé a celebrar mi cumpleaños en el pub del cine de mis abuelos. Encargaba alcohol a destajo para todes (sí, está muy mal emborrachar a la gente a conciencia, lo sé), me compraba un vestido para la fiesta, a lo quinceañera, y preparaba una lista con hits para bailar. Una vez allí, disfrutaba como nadie viéndolos beber, cantar, disfrutar… y esa sensación ya no se ha ido nunca de mi lado.
El paso del tiempo, las desilusiones, el cansancio… todo eso ha impedido que me comprase un vestido cada cumpleaños desde entonces. Incluso que celebrase algunos dieces de julio con mis amigas. Pero cada vez que nos volvemos a ver, siento eso que Laura llama felicidad real. Ese orgullo que deben de sentir las madres y padres del mundo cuando ven a sus hijes haciendo… whatever!
Porque siempre he tenido la suerte de rodearme de personas buenas, divertidas y carismáticas: tanto que, cuando las escucho hablar, me regodeo. Y cuando a alguna de nosotras nos pasa algo bueno y las demás nos alegramos, pienso en la suerte que tenemos al estar tan lejos de la envidia y la competitividad que campan a sus anchas en otros ambientes.
Por eso necesito darles lo mejor. Y también porque ser una buena anfitriona implica todo eso que me gusta de ellos, de mis amigos. Implica generosidad, empatía, una total falta de egoísmo y leggerezza. Recuerdo que en casa de mi abuela, cada vez que alguien rompía una copa tallada y casi preciosa, ella gritaba: ¡Alegría! Y aquello se me quedó grabado, claro. Porque, qué gusto, chica.
He pensado en si todo esto que digo es privilegiado y clasista; y creo que no porque la generosidad y la tranquilidad, cuando están presentes, están siempre, sean cuales sean nuestras circunstancias. Para ser una buena anfitriona, no hace falta ser Isabel Preysler ni estar forrada (y tengo pruebas; entre otras, yo misma), solo hay que querer agradar, colmar y agasajar. Y eso, lo tienes o no lo tienes, amiga.
Meryl Streep interpreta a una Mrs. Dalloway de los dosmiles en The hours (2002).
La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.
Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa.
Niñas en el mar (1909), de Joaquín Sorolla y Bastida.
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