Recuperemos lo colectivo
Vol. 51 Lo colectivo es dulce, sexi, divertido y gentil. Lo individualista es todo lo contrario (e incluso peor)
Después de pasar semanas en casa de mis padres, volví a Madrid en donde me sorprendió ver a grupos de gente reunidos en terrazas. Digo que me sorprendió porque en ese lapso de tiempo alejada de la ciudad había olvidado que en la capital las quedadas siempre eran así: numerosas y al aire libre.
Ese espíritu de comunidad en realidad me irritaba pero, ¿por qué? Lo comenté con mi novio y él estuvo de acuerdo en que resultaba objetivamente desagradable. En aquellas reuniones había algo de socialización forzada, como si después de una semana de casa al trabajo y del trabajo a casa, lo que primase fuese quedar con amigos como si se tratase de una tarea más. Quizás menos tediosa que las demás, pero tarea igual.
Pensé que a lo mejor era solo una preferencia personal. Desde pequeña, siempre me han atraído los grupos de personas reducidos. Me gusta intimar, estar cerca, escuchar y, por qué no, tocar. En las reuniones mayoritarias nunca consigo sentirme cómoda; pienso en ellas como una manera de socializar sin llamar demasiado la atención, como si fuese un check necesario para vivir en sociedad y encajar.
Estaba rumiando sobre esto cuando oí una entrevista que Aimar Bretos le hacía a la economista Noreena Hertz. Entre todo lo que contó la inglesa, que investiga la relación entre la soledad y el neoliberalismo, lo único que me cogió por sorpresa fue el relato de cómo había contratado los servicios de Brittany, una amiga de alquiler que encontró en una página web neoyorkina.
“Lo hice y me fui tomar un café con mi amiga de pago, fuimos a ver libros, a ver ropa y la verdad, la sensación era como estar con una amiga. Al final, cuando pasaron las tres horas, tuve que pagarle 120 dólares. Le pregunté cómo eran las personas que requerían sus servicios y me dijo que eran profesionales de entre 30 y 40 años de los sectores financieros, tecnológicos o de consultoría. Se trata de gente que trabaja durante muchas horas, que no tiene tiempo para hacer amigos, que se han mudado a Manhattan y no conocen a nadie, etc”, le contó Hertz al periodista vasco.
Hasta aquí, cualquiera diría que las dinámicas de trabajo de las ciudades, así como el hecho de estar siempre online, que nos comunica y nos aísla a un tiempo, es lo que nos lleva a sentirnos tan solos. Y de hecho, así es. Lo sorprendente, al menos para mí, es que un servicio como el de Brittany no solo consiguiese que miles de personas se sintiesen menos huérfanas durante unas horas sino que además las liberase de la responsabilidad de preocuparse por otra gente (supuestamente querida por ellos) en sus momentos difíciles.
Dicho de otra manera, en el nuevo milenio, construir una amistad ya no sería lo más deseable. Los lazos, el contacto humano, la comunicación y el compromiso resultarían demasiado cuantiosos como para asumirlos. Mejor sería, sin duda, tener amigos por horas o reuniones de fin de semana intrascendentes. Así, conseguiríamos rellenar la barrita de la socialización y no sentirnos unos raritos (al tiempo, que compartimos stories en Instagram como chicos buenos contribuyendo a esa imagen de gente con amigos y sin angustias ni soledades aparentes).
Al llegar a casa, además, dispondríamos de todo el tiempo del mundo para pensar en nosotros mismos. Nada de llamadas a deshoras, lloros, problemáticas o consejos de amiga. Ni lo malo ni lo bueno. Bueno, lo bueno sí, o una simulación de la parte buena de la amistad que en realidad solo es fachada. Pero, ¿ realmente nos compensa? Y lo que me resulta aún más preocupante: ¿por qué esta incesante búsqueda de una soledad impuesta, de un estado vital que nos mantiene alejados e impertérritos, sin miedo a los desgarros pero sin emociones relevantes?
La respuesta la encontré en los hombres, como siempre me pasa. El ego siempre ha sido algo eminentemente masculino, pero el mundo que nos ha tocado vivir, en donde el individualismo extremo ya se ha convertido en una religión nos salpica a todos. Solo importa nuestra imagen, la que tienen los demás de nosotros, así que nos pasamos la mayor parte del tiempo pensando en nuestras cosas, que consideramos de vital importancia. Cruciales. De esta manera, nos alejamos de los problemas globales y comunitarios. Nos encerramos en una cápsula y nos volvemos más obsesivos y egoístas. No vemos al otro, por eso tampoco somos capaces de enamorarnos. Solo nos vemos a nosotros mismos y nos volvemos cada vez más y más narcisistas.
Al hilo de este fenómeno ocurren cosas tan aberrantes como esta: la exnovia de Leonardo DiCaprio (sí, otra modelo de 24 años) Camila Morrone recordó hace poco el “peor día de su vida” con el actor.
La anécdota, además de resultar esperpéntica, me hizo imaginarme a un Leonardo DiCaprio obsesionado, enajenado y ególatra a más no poder. Morrone solo estaba allí para observar sus monerías. En su fantasía infantil, ella no tenía cabida. De nuevo, el individualismo, también al estar en pareja, era capaz de convertir lo que podría ser un momento de diversión compartido en una situación casi disfuncional. ¿Para evitar qué? ¿Enamorarse? Con lo divertido que es.
Del mismo modo, leyendo a Anna Wiener en Valle inquietante, reparé en el funcionamiento de las nuevas empresas tecnológicas y, por contagio, casi cualquier corporación con ínfulas, cuyo modelo consiste en que el aprendizaje de la persona que entra en la empresa no dependa de sus compañeros, como ocurría antes. La figura del aprendiz o del becario se difumina. La posibilidad de aprender ya no existe, lo que sí existe es la precariedad del que empieza.
“Lo que tampoco entendía por entonces era que los socios habían confiado en que yo hiciera mi trabajo sin recibir instrucciones previas. La señal de que eras una persona diligente y tenías un verdadero espíritu empresarial era crear de cero el trabajo que querías y volverlo indispensable, por mucho que fuera estructuralmente innecesario”, se puede leer en la novela de Wiener.
El rapero francés Abd Al Malik canta en “Césaire (Brazzaville via Oujda)”: “Comprender que ser subversivo es pasar de lo individual a lo colectivo”. Lo leo entre las citas que encabezan El fin del amor: una sociología de las relaciones negativas, de Eva Illouz. Gracias a ellos dos me siento menos sola y más acompañada. Y pienso que aún hay esperanza, sea lo que sea eso.
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Me encanta leerte, Alexandra! Pedazo de newsletter esta última😍
Opino que el miedo a la soledad es muy curioso... en definitiva, es miedo a la muerte? Y casi todo el mundo lo hemos experimentado, incluso en los momentos más cotidianos como dar una vuelta por la ciudad sola, y lo que es peor, quizás, cuando estamos rodeadxs de gente o amigxs. Hay que aceptarla, nuestra soledad e individualidad "natural": siempre estaremos solos (y no lo digo de forma pesimista). Y lo chulo es compartir nuestras "individualidades" con otras personas. Con un colectivo, y conicido contigo, tenemos que recuperarlo!!! Y creo que para lograro, uno de los primeros pasos que hay que dar puede ser aceptar un poco más nuestra soledad, abrazarla. Y nos abrazaríamos todxs, ¿no?
Me ha encantado leerte ❤️🩹