'Oversize' o apretada: la moda como herramienta de liberación
Vol. 72 Soy consciente de que el cuerpo es nuestro campo de batalla y también sé, porque lo he vivido en mis carnes, que reducir nuestra imagen a la mínima expresión, no nos ayuda a salir indemnes.
Me subo al tren. En Galicia nunca habíamos pasado tanto calor un 23 de agosto. Primeiro de agosto, primeiro de inverno. Eso es lo que decían antes del cambio climático. Los hombres se han puesto de acuerdo y han decidido que combatirían las altas temperaturas con polos blancos. No me gustan los polos, no sientan bien. Al menos no a mí, ni a los sujetos de mis deseos. Lo intenté con Fred Perry; primero, uno negro, con el ribete blanco. Más clásico, imposible. Llegó a casa: nada. No me quedaba como a Paula, que se había comprado uno azul bebé de talla de niño en Nueva York. Años después, lo intenté con otro de color salmón. Tampoco. Nada. ¿Cómo se llevaba bien esa prenda con un origen marcadamente deportivo? Y nunca encontraba la respuesta. En mi armario no había chaquetitas de botones con escote de pico, ni jerséis de lana que dejaban ver el cuello tan emblemático. Y de haberlos, jamás los combinaría así. Pensé que me funcionaría aquello a lo que estaba acostumbrada: a corromper lo clásico para convertirlo en algo provocador, punk. Pero ni el pelo rubio platino ni la tez blanca con tatuajes me acercaban a las chicas británicas a las que yo quería parecerme.
Desde entonces, he sido muy reacia a los polos. Asumí que no eran lo mío, que mal, que no. Y trasladé ese desagrado al resto de la población. Tíos con polo Fred Perry: casi nunca, solo a veces. ¿Quiénes son los afortunados? ¿Por qué ellos sí y otros no? No lo sé, pero son un porcentaje bajísimo de la población. Luego ocurre que casi nadie me acompaña en esta certeza; como si yo tuviese algún tipo de dificultad a la hora de ver la belleza evidente de los polos. Quizás la culpa la tengan mis padres, que siempre odiaron la prenda en cuestión.
Tampoco ayudó que la única vez que tuviese que ponerme un uniforme, me tocase hacerlo con un polo naranja, con el logo de la escuela a un lado. Me quedaba ajustado y me veía demasiado ancha, con los brazos asomando, como si fuesen dos señuelos que lo atrajesen todo. Si me ponía sujetador y mis tetas parecían algo más grandes, peor. Después descubriría la moda oversize, la que ahora nos ocupa desde hace unos años (a pesar de que las baby tees están al acecho), y en una revisión de Mean Girls, me daría cuenta de que el polo rosa de Lindsay Lohan, muy out y muy grande, era la única manera de llevarlo con dignidad. Eso pensé yo.
Lo que me llevó a considerar las bondades de los patrones fluidos, amplios y vaporosos; pero bondades perversas, a fin de cuentas. La anchura de las telas nos confería una cierta libertad: y con este tipo de ropa, los chándales, las sudaderas, los vestidos amplios… se nos permitía, por fin, esconder nuestro cuerpo y vestirnos sin que nada nos apretase. Atrás habían quedado esos pantalones de tiro alto que nos martirizaban cada vez que nos hinchábamos, o a los que nunca recurríamos la semana que nos venía la regla.
Una amiga en la oficina me contó su truco para combatir este problema compartido: ella se compraba una talla más grande que la suya; un tip que había aprendido de algunas modelos; que la estilizaba más y la hacía sentirse más cómoda. Me fijé en que otra compañera se mostraba aliviada por llevar una falda a modo de pareo que se cerraba con unas tiras, y se adaptaba al cuerpo que tuviese en cada momento. Sin culpas ni aprietos.
Pero no todas las mujeres se sienten más cómodas cuando dejan que su cuerpo respire libre. Un diseñador me contó que una de sus clientas le había pedido que su vestido le quedase lo más apretado posible. Solo así se sentiría segura. Y hace unos años, una amiga me contó que se sentía sexi cuando llevaba la ropa muy ceñida. Conozco la sensación y me resulta sugerente; pero lo que en los cuerpos ajenos me gusta, en el mío no funciona. Supongo que será un mal compartido. En cualquier caso, todas o casi todas tenemos una relación complicada con nuestro cuerpo. Así nos han educado, así seguimos viviendo. La delgadez que dictan los cánones promete una cierta paz que nunca llega: cuando estuve más delgada por culpa de mis problemas de colon irritable, también me encontraba defectos. Y sentía culpa: estaba demasiado huesuda y mi cuerpo no parecía saludable, ni a mis ojos ni a los de los demás.
El paso del tiempo y la diversidad de los cuerpos (cada vez más presente, a pesar de los retrocesos constantes) nos ha permitido liberarnos poco a poco de nuestra cárcel mental. Ver otros cuerpos resulta agradable y nos abre la mente; solo así conseguimos vislumbrar un horizonte más lejano, más fecundo. Salimos de nuestra estructura raquítica, vemos la realidad tal cual es.
Soy consciente de que el cuerpo es nuestro campo de batalla y también sé, porque lo he vivido en mis carnes, que reducir nuestra imagen a la mínima expresión, no nos ayuda a salir indemnes. La única solución, si es que hay una, es trata de cambiar nuestra mirada y eso solo podemos hacerlo mirando mucho. Por eso, en un momento en el que nuestra imagen se exacerba y se multiplica por miles en internet, conviene reconciliarse con ella. O al menos, intentarlo.