Pasamos casi toda la carrera yendo al Bar Suso, en la Rúa do Vilar. Nos gustaba porque la tele estaba apagada y la clientela era una reunión de funcionarios, gente de la farándula y universitarias con ínfulas. Nos hicimos súper fans, íbamos a diario: a desayunar, a tomar cañas, a comer… y siempre nos sentábamos en una mesa escondida, cerca de los baños y con la barra a la vista.
Con los camareros, manteníamos una relación de admiración: nos trataban con la misma educación y afabilidad que los caracterizaba. Había cercanía, pero jamás corrompían la distancia habitual entre camarero y cliente. A nosotras aquello nos daba rabia, pero también nos hacía gracia, porque así podíamos comportarnos como actrices de teatro. Ellos lo sabían todo de nosotras y nosotras sobre ellos casi nada. Por eso nos inventábamos sus nombres y el resto de sus vidas.
Digo que sabían todo sobre nosotras porque hablábamos a gritos, con la locura y la histeria habituales alimentada por la edad. Contábamos sabe Dios qué cosas entre risas y alaridos, y luego nos decíamos que deberíamos bajar el tono. Había una especie de culpa por perder las formas y dejar la discreción a un lado, pero resultaba muy liberador gritar a los cuatro vientos lo que sea que nos afligiese entonces.
Aquella culpa me acompañó durante años; recuerdo un concierto de La buena vida, uno de mis grupos favoritos EVER (yo tenía 16 años y los asistentes, casi todos hombres que me doblaban la edad), en donde no pude evitar dar saltitos y cantar en alto, incluso más que Irantzu. Me sentí zafia y vulgar. Todo lo contrario al ideal de chica joven, guapa, con flequillo y afrancesada. La verdad es que ya entonces sabía que no tenía nada que ver con Anna Karina, aunque tardé años en reconciliarme con esta certeza.
Este runrún, el de las mujeres discretas, sigue muy presente en la actualidad. El adalid de la discreción y la clase, como todas aprendemos desde muy pequeñas, es Isabel Preysler. Solo se me ocurren una docena de figuras relevantes que se atreven a hablar (en alto) y a decir lo que les apetece, sin miedo a defraudar. Sobre todo, a los hombres. En Días apasionantes, Naoise Dolan describe a Julian, uno de los personajes principales, un británico privilegiado y rico, que estudió en Eton, como un hombre que habla muy despacio y de manera parca: jamás responde a las preguntas de la protagonista y ella ¡cómo no! se ve obligada a adaptarse a sus necesidades y códigos de vida. O lo que es lo mismo, a no preguntar ni a alzar la voz nunca.
La escritora irlandesa Naoise Dolan.
A este respecto, el periodista y humorista Marc Giró le contó a Gabriel Rufián en una entrevista tan brillante como él mismo, que hablaba rápido porque hablar rápido era de pobres. Por el contrario, los ricos, los hombres y todos los poderosos hablaban con mucha calma porque estaban acostumbrados a que los escuchasen. Algo que no le pasaba nunca ni a él ni a nadie de nosotras. “Las que somos pobres, las mujeres, los maricones, los desgraciaditos del planeta tierra, nosotras tenemos que ir rápido a decir las cosas porque a lo mejor no hay espacio. El espacio nos lo tenemos que hacer con rapidez, y hay que hablar como una metralleta, porque si no, no lo colocas”. Amén.
Alguien que lleva este hablar rápido al extremo es Samantha Hudson, que se vistió de zorrón para ir a los Premios Feroz, con un top diminuto con un ACAB gigante. Una mujer que ha devuelto el leopardo, los laxantes y El Corte Inglés a donde deben estar: a la clase trabajadora.
También shout out a Esty Quesada A.K.A Soy una pringada, que con unas pintas maravillosas, muy de fan de Hole, se atrevió a reírse de cosas de las que nadie se ríe aun.
Todo esto me recordó a un fenómeno del que llevo tiempo siendo testigo: el auge de la gesticulación. Hay cada vez más periodistas que mueven las manos como Emma García que, no contenta con ello, cada vez que argumenta o que dice cualquier chorrada, zarandea cada articulación de su cuerpo. Y, como decía, cada vez más mujeres jóvenes, que estoy segura de que no son son precisamente fans de la presentadora vasca, se adscriben a esta escuela de mujeres y profesionales que se niegan a quedarse calladas, o a mantenerse en segundo plano; en la discreción, la discreción de Preysler, con la voz apagada y los gestos machacados.
Una escuela que creo que es deudora de las epifanías vocales y las manitas temblorosas de Whitney Houston, Mariah Carey, Christina Aguilera y Ariana Grande, por este orden.
Y todo esto hemos de celebrarlo y reivindicarlo.
¡Viva el exceso, siempre!
℗ 2021 Elefant Records