Infinitas posibilidades
Vol. 78 Sobre las posibilidades y la falta de ellas he pensado estas últimas semanas en las que tuve que cambiar mi rutina
Cuando pienso en que todo lo que quiero saber está a un solo click de Google, recuerdo lo perdida que estoy cada vez que viajo. Es difícil discernir dónde comer como te gustaría o encontrar esas tiendas de ropa de segunda mano repletas de piezas de archivo sin que alguien previamente te lo haya contado. Se trata de una información privilegiada, que sigue compartiéndose de manera individual y a la que no todo el mundo tiene acceso. Quienes saben exactamente adónde te gustaría ir son aquellas que han vivido en el lugar en el que ahora estás tú; por eso resulta tan valioso para los expats que alguien local les señale cuáles son esos lugares que de otra manera jamás encontrarían. Aquí se explica mejor.
Cuando no contamos con esa información curada, nos sentimos incómodas, como si no tuviésemos el control. ¿Y qué si fuese así? Hablo en plural, pero esto me ocurre a mí. En vez de encontrarme con esas cartas con diez platos a lo sumo, me enfrento a docenas de opciones que se muestran en menús gigantes y plastificados y entro en pánico. Quizás recuerde eso que siempre dicen los chefs —no te fíes de un restaurante que lo cocine todo—, pero más allá de esta enseñanza, que a su vez podría ser refutada, creo que lo que me incomoda es el campo de infinitas posibilidades que se abre a mi paso.
Sobre las posibilidades y la falta de ellas he estado pensando estas últimas semanas en las que tuve que poner patas arriba mi rutina. En vez de salir a tomar algo, me quedaba en casa. En vez de acudir a esos placeres a los que recurro cada vez que me siento libre de cargas, me dedicaba a otros no tan fulgurantes. Nada que ver con el barullo de una noche de verano o con el subidón de colocar una ostra en el paladar blando.
Durante esos días, tuve que renunciar por prescripción médica a todo aquello en lo que consistía mi rutina. A todos esos placeres que me permitían seguir levantándome de la cama a duras penas al día siguiente. Pero ser consciente de que no podía salir a la calle me bajaba la ansiedad. Saber que no tendría que escoger entre el mexicano y el japonés porque mi cena iba a ser una zanahoria cocida también. Y en vez de encontrarse con el aburrimiento, mi cerebro se calmó. Dejó de buscar el picante, el like, el chute de dopamina que tras unos cuantos subidones se disipa y se queda en una búsqueda infructuosa.
Me dediqué a leer durante horas, vi películas en blanco y negro, sin fuegos artificiales ni diálogos chisposos. Bebí mucha agua y me sentí descansada. Sentí que ya no era esclava del teléfono móvil ni de ese cóctel ni de ese restaurante tan fancy. Me sentí mejor que nunca con mi soledad, mi silencio, mis pensamientos.
Por aquellos días, leí la tan celebrada última novela de Sara Torres, La seducción —gracias, Alberto— y el estilo de vida de una de las protagonistas, siempre frugal, siempre aburrido, pensé yo en un primer momento, de repente me apelaba. Había en esa manera de pasar los días una recompensa no siempre visible pero que, a costa de esperar pacientemente, aparecía sin haberla esperado. Pensé en el misticismo, en Simone Weil, en todo aquello que en un principio nada tiene que ver conmigo. Ojalá. O quizás no porque no soy una conversa ni creo que lo sea nunca.
Los días pasaron y todo volvió a su sitio, a la sensación de vacío, a la desesperanza; a la búsqueda del subidón, como aquellas primeras veces. Recordé mi llegada a la universidad, la primera vez que me regalaron un manga de temática shojo; la fascinación por la música, por la comida, por la gente. Nada de aquello volverá. No así, al menos, pero sigo buscándolo en vano.