Háblame, por favor
Vol. 79 Como no hay lugar para el aburrimiento, escogemos con extrema cautela los afectos y las palabras dedicadas a los demás
Hubo una época en la que tenía las mañanas libres y a veces salía a pasear. Eran paseos muy poco estimulantes porque el reloj corría y mi angustia iba en aumento —una hora y cuarto para entrar a trabajar, treinta y cinco minutos para llegar al portalón de la entrada—. Nunca fui capaz de establecer una rutina agradable ni conseguí hacer nada que valiese la pena. Tenía esa sensación horrible de estar fuera de casa con las horas contadas y unas ganas insoportables de coger el taxi que me llevaría al aeropuerto (¡por fin!).
Mataba el tiempo en Sephoras en donde alguien me explicaba cómo hacerse bien el cat eye y sin esperarlo me dejaba una pasta en productos que no necesitaba, y había otras mañanas en las que subía la apuesta y me daba un masaje. Pensaba que estaba pagando para que me hablasen, para que me viesen y para me tocasen. El pensamiento me resultaba aterrador. Me sentía como una especie de proxeneta rozando el patetismo.
Hay en ese deseo correspondido una insatisfacción permanente. Accedes a determinados servicios, incluso consigues que sean amables contigo, pero solo porque has pagado o acabarás haciéndolo. ¿Y por qué va a ser si no? ¿Cómo se me ocurre exigir la amistad de la gente mientras trabaja? Pienso en aquellas personas que llevan este intercambio un paso más allá y contratan a internas que “son parte de la familia” o que establecen relaciones sexoafectivas basadas en el intercambio económico. Debe de haber ahí un vacío afectivo insondable. No son buenos tiempos para ellos, tampoco para mí.
Venía pensando que resulta cada vez más difícil mantener una conversación con la camarera o el camarero al que vas a ver casi a diario. Hay tanta gente ahí dentro –sea lunes o viernes– que resulta imposible que dedique medio segundo a hablar contigo, pero también es probable que hacerlo sea lo que menos le apetezca en ese momento. Y no porque tú (o yo) seamos unas pesadas, que podría ser, más bien porque estamos continuamente con la lengua fuera, escogiendo con cautela los afectos y las palabras dedicadas, como hámsteres en una rueda infinita que no se para nunca.
Me imagino a ese barman —quizás solo ficcionado en mi cabeza gracias a las películas de Almodóvar— que lleva horas esperando a que alguien entre y está más que dispuesto a hablar. Pero creo que si me encontrase con él podría ser yo la que no quisiese que le den la chapa.
Tamar Novas en el bar Cock (Madrid), en una escena de Los Abrazos Rotos.
Todo esto viene a mi cabeza tras leer este artículo de The Cut, que nos acerca a las VeryImportantClients, mujeres que se dejan 200.000 dólares al año en Alta Costura y que, en cierto modo, pasan a formar parte de la industria de la moda. Fans devotas que acceden a las primeras filas de los desfiles más codiciados, a cenas y eventos exclusivos, pero que ahora reconocen que ya no es tan fácil como antes establecer relaciones cercanas con los diseñadores. “Tienen muchos clientes y muchas cosas que hacer, ya no se implican tanto”, confesaba una de ellas.
Ya lo creo que tienen cosas que hacer. Para pararse a hacer small talking… Así las cosas, parece que ni siquiera siendo billonaria conseguirás que te hablen. Lo más probable es que pronto tengamos que comprar las palabras y no me extraña, para mí siempre han sido lo más valioso que tenemos.
Deberíamos pararnos para dedicar un poco de tiempo a encontrar las palabras y los afectos, estamos cada vez más perdidos en la inmediatez de intentar ser mejores en todo, y olvidamos que lo más importante está en lo fundamental, y en mantenerlo, mantenernos. Somos en la medida en que establecemos relaciones de calidad.
Gracias por tus palabras de hoy, ojalá nos haga reflexionar un poco más sobre ello y nos haga dedicar unas palabras a alguien o abrazar más fuerte. ❤