El elemental y empecinado canon masculino
Vol. 71 La regla universal que propone el patriarcado es como los dos adjetivos escogidos para el título de esta nueva entrega: inmóvil y trasnochado
Hace unos días, me enteré de que The Idol, la serie de HBO Max que tiene a Lily-Rose Depp y The Weekend como protagonistas, ya había sido grabada con anterioridad. Antes de que Sam Levinson (Euphoria) se pusiese a los mandos, la encargada de contar la historia de Jocelyn había sido la directora de She Dies Tomorrow, Amy Seimetz.
Amy Seimetz, siendo ultra cool un día cualquiera.
Amy ya había grabado el 80% de la ficción junto a Depp y otras actrices; entre ellas la niña Arabella Grant, que sería la encargada de ponerse en la piel de Joss para contarnos sus comienzos como diva del pop. Un flashback que me parece relevante y acertado, pues permite que se pongan sobre la mesa cuestiones como el derecho a holgazanear (máxime, cuando eres una niña), pero también la posibilidad de cuestionar la sociedad del esfuerzo, la idea del éxito como principal motor vital, las relaciones de poder que dejan secuelas… and so on, and son on.
Pues bien, The Weekend (su nombre de pila es Abel Tesfaye) que, además de ser un pésimo actor, es uno de los productores de la serie, decidió que había que empezar de cero. Y eso implicaba despedir a Amy Seimetz. ¿Por qué? Sencillo y al grano, como dictan las nuevas tendencias políticas: por ser demasiado “femenina”.
Ahora, después de que se filtrasen antiguas fotos del rodaje inicial, entendemos a qué se refería Tesfaye, pues Depp aparece vestida como nuestras ídolos de comienzos del nuevo milenio. Incluso se había preparado merchandising de Jocelyn, muy del estilo de Miley Cyrus o Selena Gomez en Disney Channel. Nada de looks diminutos e híper sexualizados, como después veríamos en Joss. Estilismos que, sin embargo, nos flipan y que, sin duda, fliparían aún más a los jefes del cotarro, pues seguro que pensaron que la serie por fin adquiriría un matiz más neutral, más universal.
A Miley Cyrus ya la amábamos cuando era Hannah Montana.
Hoy, además, me encontré con un artículo de Noelia Ramírez (una de mis periodistas favoritas) sobre la documentalista y directora de cine Nina Menkes, a propósito de su documental Brainwashed: sexo, cámara y poder, que analiza la mirada tóxica en la industria del cine. En él, la estadounidense habla sobre la nueva versión de The Idol, en donde “se romantizan las fantasías de violación y la sumisión femenina”, y se refiere al canon cinematográfico como una “hipnosis global del poder masculino”. Un poder que contribuye a que las mujeres crezcan sintiendo que son un objeto y no un sujeto; uno que siempre está siendo visto y juzgado y que, por tanto, no tiene agencia. Pero también que ha hecho que nos hayamos tragado una cultura empaquetada de todas las formas posibles, y que solo les habla a los hombres heterosexuales blancos y cisgénero. La vuelta de tuerca pasa por hacernos creer que además estamos ante obras maestras universales y neutrales, sin ningún sesgo de género, clase o raza.
Todo esto me recordó a la conversación que tuvo lugar hace unos días con unos amigos: tras horas de hablar y hablar, comenzaron a surgir títulos de películas que aseguraban que los habían marcado. Eran siempre ficciones de hace unas décadas y, por supuesto, firmadas por hombres. No se mencionó en ningún momento Jeanne Dielman, 23, Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, la cinta de Chantal Akerman que la revista británica Sight and Sound calificó en 2022 como la mejor película de la historia del cine. ¿Casualidad? No lo creo. Tampoco se mencionaron obras de Agnès Varda o Sofia Coppola, pero tampoco de las autoras más jóvenes del Estado: Carla Simón, Pilar Palomero, Elena Martín, Estíbaliz Urresola Solaguren, Carla Subirana, Elena Trapé…
Las niñas (2020), de Pilar Palomero.
Que no viniesen a su cabeza es lo habitual; todo ha sido colocado en la historia del cine, la música, la literatura… para que eso no ocurriese. Pero incluso ahora, revisando esas historias con nostalgia y un marcado componente crítico, siguen considerándolas joyitas. A fin de cuentas, forman parte de su educación sentimental (y no se puede decir que muchas no nos emocionen). Una educación sentimental marcada por un canon, no solo fílmico, que dicta cómo vemos la vida y cómo enfrentamos nuestras relaciones y afectos. Y que deja de lado a todas esas personas que no sienten del mismo modo. Por eso, cuando mi amiga les dijo que ella estaba harta del racionalismo, pensé que llevábamos décadas, siglos, sin cuestionarnos que otro punto de vista es posible.
Tanto es así que se ha llegado a esconder o maquillar cualquier intento de salirse de esta norma racional y masculina. De casualidad, me topé con un artículo sobre la nueva colección que ya se puede ver en el Thyssen-Bornemisza, “Lo oculto en las colecciones”, que reúne cincuenta y nueve obras de arte en donde se detectan rastros de lo oculto que pueden documentarse. Muchas de las obras están ya en el museo, pero no habían sido expuestas bajo esta premisa. Una de ellas es Les demoiselles d’Avignon. El lienzo fue titulado así por un amigo de Picasso, el crítico de arte y escritor francés André Salmon, pero el malagueño no estuvo conforme con este bautizo. Según cuenta Enrique Andrés Ruiz en esta pieza, Matisse, Braque y el propio Apollinaire la conocían como Le bordel philosophique, y tanto André Malraux como Françoise Gilot aseguraron que el pintor se refería a ella como “mi primera tela de exorcismo”, al representar el poder mágico de las máscaras africanas. Nada que ver con la versión que nos habían contado hasta el momento.
Ya no volveremos a ver igual el lienzo de Las señoritas de Avignon (1907).
Una prueba más de que el mundo que habitamos aún está por descubrir. Quizás en algún momento, ese objeto que veíamos todos los días y al que llamábamos ‘silla’ deje de tener sentido como ‘silla’. Es desasosegante, pero liberador. Y un alivio para las más curiosas y con ganas de descubrir el mundo desde otra perspectiva: la nuestra.
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