Demasiado woke para el 2022
Vol. 64 Las piñas coladas se me atragantan mientras los trabajadores de este 'resort' sudan e intentan que no se les note el agotamiento
Nunca me han gustado los buffets. Para una persona como yo, que se estresa con la infinita posibilidad de opciones disponibles y las cantidades ingentes de comida, que después se tirarán sin contemplaciones, la idea de desayunar, comer y cenar en un lugar así, es todo lo contrario a la tranquilidad y el regocijo. Desconozco el grado de influencia que ha tenido el gusto por las comidas tardías en mi familia materna sobre mí, pero la idea de comer a la hora que se tercie durante las vacaciones o los fines de semana me parece lo más cercano al verdadero lujo.
El lujo puede ser silencioso o puede no serlo tanto. En el hotel en el que estoy, la música suena desde por la mañana, aunque a las 11:30 de la noche ya solo se oye el sonido del aire acondicionado. Durante todo el día, las actividades de ocio se suceden: se puede hacer zumba en la piscina, ping-pong, yoga, participar en concursos de preguntas, recibir masajes… cualquier cosa para evitar que mayores y niños se aburran. A los más pequeños, me gusta mirarlos con sus gafas de sol diminutas y los sombreros de exploradores que sus padres les colocan para que el sol no les dé en sus caritas.
Y a pesar de que todo es menos sutil de lo que esperaba, si hay algo que realmente me ha hecho sentir incómoda desde el principio no son las canciones de Adele que los ingleses entonan emocionados, ni las hamacas balinesas por las que hay que pagar; lo que no se me va de la cabeza es qué pasa con las vidas de todas esas personas que nos sirven durante día y noche. Los veo por la mañana poniéndonos el café y, horas después, son ellos los que me colocan frente a los morros una piña colada, con la misma sonrisa, pero con las ojeras aún más marcadas. Clase trabajadora española que sirve a europeos, casi todos británicos, para los que todo este despliegue de felicidad y pollo al curry es una ganga.
Me pregunto cómo sería que nos inventásemos un mundo, en un país cercano, a dos horas de avión, en donde se reprodujesen todos nuestros usos y costumbres. Donde nos pusiesen cortos y patatas bravas (o en mi caso, pementos de Padrón e polvo), se cenase a partir de las diez y los habitantes de la zona tuviesen que adaptarse a nuestra lengua, descuidando la suya. No escucho menorquín aunque lo intente; solo a Dua Lipa y a Ed Sheeran.
Pero a nadie parece importarle cómo son las vidas de esas personas que nos entretienen y nos sirven desde primera hora de la mañana. Bromeamos con estar replicando lo que ocurría en The White Lotus, aunque estamos muy lejos de vacacionar en ese resort hawaiano, pero la sombra del colonialismo está presente en cada cóctel junto a la piscina que nos tomamos. Esta sensación no es nueva para mí: unos amigos de mis padres nos llevaban a comer a un restaurante en donde nos abrían la puerta y aquello ya entonces me desagradaba. También se me atraganta la comida cuando tengo a alguien pendiente de mis movimientos a dos metros de distancia esperando cualquier pequeño gesto para acudir a mi rescate.
Anna Pacheco, en la newsletter Qué raro es vivir, escribe sobre este momento decisivo en ‘Gracias por confiar en nosotros este verano’, un cuento estival en el que una camarera hastiada especula sobre una de las parejas que a las que sirve. “Además, especuló Lita, debían de ser de clase media alta (la chica más pija que el chico segurísimo), pues comprobó que eran el tipo de personas que parecían habituadas a ser servidas. Alguna gente tendía a silenciarse incómodamente cuando los platos llegaban a la mesa. Tosían. Intercambiaban algunas palabras de cortesía. Miraban a un punto fijo del suelo. Cortaban a cachitos las puntas del mantel. Oh. Realmente eso también lo odiaba. Pero ellos, no: simplemente actuaban como si no tuvieran una paella de marisco frente a ellos y un ser humano sirviéndosela con cuidado”.
El acto de ser servido entronca con la idea del veraneo exacerbado, con todo lo malo que lleva implícito: la colonización, el turismo como medio de vida y por tanto la falta de independencia así como el empobrecimiento del lugar escogido para retozar, el maltrato al medioambiente… Pero, ¿cómo resolverlo cuando las ciudades en las que vivimos nos ahogan y nos abocan a un tipo de ocio que, a poco que tengas un mínimo de sensibilidad, resulta incómodo? ¿Y quién soy yo quejándome desde la hamaca de la piscina? Tan mal no lo estaré haciendo, al menos dejo propinas y llevo las copas a la barra. Peor lo hace Kylie Jenner que coge vuelos de 17 minutos, ¿no?
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